No era la primera vez que caminaba por aquella senda cubierta de cenizas. Los pasos, tan acostumbrados, parecían confundirse entre las ruinas negruzcas de lo que hace tiempo se evaporó. Erguida sobre los nombres e imposibles que aún crepitan en las ascuas de la memoria, contempla el funeral eterno de lo que nunca podrá ser enterrado.

En un momento, los alísios hacen girar la llave que impulsa la huída. Mientras la ventisca continúe, intentará que las cenizas encendidas no le abrasen las escasos sueños que aún poseen sus alas.


Hace más de tres días que el gato negro pasea ante mis ojos. Se agazapa en las aceras, merodea mi puerta por el día y vigila la misma luna todas las noches. Su oscuridad atraviesa las retinas, araña el pensamiento y desvanece la razón.
Hace más de tres días que la caja de música no tiene voz. La bailarina solitaria da vueltas y vueltas, siempre con su misma sonrisa. Danza imaginando las notas que se fueron y no volverán, tan frágil, ingenua e ignorante, con su impoluto blanco roto, ensimismada en la nada.
Hace más de tres días que cerré la caja de música y olvidé darle cuerda al corazón. Desconozco su expresión ahora, ignoro si sus pies inertes siguen dando vueltas en la oscuridad. Quizás el tinte azabache que ahora la rodea le ha hecho olvidar la música, que desde hace tiempo, ya no escuchaba. Puede que haya guardado su ilusión en esas manos que ya no le dan la vida.
Hace tres minutos que el gato negro atravesó la puerta. Cerbero felino acechándome, sin tregua. Su mirada arañando sin piedad mi intelecto, desnudándome a la evidencia de abandonar esta larga espera.
Hace solo tres segundos que cesó mi respiración y aún siento su mirada bajo los párpados.
Un recuerdo. Un nombre: Pandora.